lunes, 11 de febrero de 2008

TRADUCTOR, PERO NO TRAIDOR




Me aportan un agudo comentario a mi entrada del 5 de febrero Librerías de "arte y ensayo" hablándome de la traduccción. Oficio complejo el de traductor. Su verdadero logro - se ha dicho - es el de mantenerse invisible ante los ojos de un receptor. El traductor es el eslabón invisible entre lenguas y culturas. A principios del XX ya alguien importante señaló las tres dificultades de toda traducción : los criterios de fidelidad al texto original, atender a la comprensibilidad del lector y utilizar aquellos recursos retóricos de la lengua que mantengan mejor el mensaje y sean más acordes con la mentalidad del receptor.

Pienso en excelentes traductores españoles, entre muchos otros, en Miguel Sáenz ( que se ha ocupado, por ejemplo, de las obras de Thomas Bernhard o de Kafka) o en Carlos Fortea. Al traducir siempre se pierde caudal, pero la labor del buen traductor consistirá en que se pierda lo menos posible. Por tanto se deberá ser fiel tanto a la lengua de origen como a la lengua de llegada, como el traductor habrá igualmente de ser fiel a la cultura de origen lo mismo que a la cultura de llegada. La profesora Jenny Brumme, de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona ha señalado que "no se entiende al traductor como un mero transmisor entre dos lenguas, sino como un especialista multicultural que tiene que recrear, en una situación determinada, para una cultura de llegada, un texto impregnado de una cultura de origen"(Revista Especulo). El traductor, pues, tendrá que estudiar el original y su contexto, prestando especial atención al momento histórico en el que se produce, la sociedad en que aparece, la biografía del autor original y todos los factores socioeconómicos que lo rodean. No basta entonces con conocer con rigor la lengua y su funcionamiento, hace falta mucho más.

Quien aporta ese comentario añade que prefiere muchas veces leer las obras en la lengua original. Es normal. Faulkner lo pide. Proust lo pide. Pienso en los largos monólogos de Absalón, Absalón, en los movimientos proustianos del universo más sensible, allí donde la célebre magdalena se empapa en el famoso té o donde las sombras de las muchachas en flor pasean con sus sombrillas blancas en los parques de París.

La lenguas y las culturas se enlazan con el hilo de la buena traducción. Pero ese hilo debe ser invisible. Al traductor no se le ve. Lo admiramos porque no se le ve. Oculto en las profundidades de la lengua se ha hecho invisible para que con nuestros ojos veamos y leamos mejor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Escritores buenos los hay, como también los hay regulares, malos y pésimos. De igual manera ocurre con los traductores. Y ello no sólo estriba en la dificultad de la obra, el contexto histórico o la capacidad de adecuar el universo literario al universo lector, sino también en la inteligibilidad del texto y en la experiencia y estilo del traductor, que puede permitirse ciertas licencias para justificar su trabajo. Consideremos, pues, que se trata de enriquecer el original, manteniendo, no obstante, su verdadera esencia: ¿cuántas traducciones existen, por ejemplo, de la obra de Shakespeare y, sin embargo, una única fuente original? ¿Y cuántas de ellas son, a su vez, obras únicas, por el significado que encierran y por la diversidad de matices lingüísticos que deben soportar? No pretendía hacer un comentario ofensivo, sino todo lo contrario: defender la labor del buen traductor y, por extensión, del buen profesional en cualquier campo. El reconocimiento de un trabajo en la sombra, para que el buen lector no sólo recuerde el nombre de su autor favorito, sino también de quien le ha trasladado, o mejor, le ha aproximado al carácter inicial y primigenio de la obra en cuestión. Un último ejemplo: Georges Perec, autor de La disparition o Les revenentes, donde el uso de la letra E queda prohibido y prolijo, respectivamente, y que en español fue sustituido por la letra A, atendiendo a necesidades propias de cada lengua. El contraste de las dos versiones (y aún más, yo añadiría la traducción al inglés de Gilbert Adair e Ian Monk), resulta interesante, divertido y didáctico al mismo tiempo. Una labor ésta, plausible y, por supuesto, en consonancia con la genialidad del autor.